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El tiempo del paisaje. Los orígenes de la revolución estética

Reseña del libro de Jacques Rancière, El tiempo del paisaje. Los orígenes de la revolución estética. Akal, 2023. 128 pp.

Verónica Uribe Hanabergh

Al lector que tenga en sus manos el ensayo El tiempo del paisaje de Jacques Rancière le llamará la atención la brevedad de un texto cuyo título promete tratar el amplio tema de la estética del paisaje, un tema poco sencillo y que difícilmente podría catalogarse como superficial. Pero he ahí el logro del autor, quien captura en 126 páginas la esencia de la discusión sobre la filosofía del arte del paisaje que se da en la modernidad tardía europea y, además, le da un giro clave al asunto concentrando el debate en un marco histórico y geográfico que ya analizaremos.

El libro, publicado en francés en 2020 y en traducción al español en 2023, se compone de una “Advertencia”, cinco capítulos y un “Epílogo” cuya maestría consiste en ubicar a un lector interesado en el tema del paisaje al abordarlo desde la filosofía y la historia de los jardines y la pintura, demostrando que la revolución estética —producto de un momento muy específico del desarrollo cultural europeo— le abrió camino a la posibilidad de pensar el paisaje como algo más que una simple composición de elementos de la naturaleza. Lo primero que hace Rancière en la “Advertencia” es, precisamente, delimitar ese “tiempo del paisaje”, momento en el que el género pasó de ser representación mimética a ser objeto de pensamiento. Para el autor, ese momento cronológico coincide con la Revolución Francesa, el nacimiento de la estética y lo que él denomina la revolución “de la experiencia sensible”.

La claridad y lucidez con la que está escrito el libro obviamente nos recuerdan que se trata de un autor cuya trayectoria de pensamiento es de largo alcance, lo que nos lleva a concluir que la traducción al español, hecha por Francisco López Martín, es exitosa. Los conceptos, las ideas y los ejemplos son trabajados de forma profunda, y la delicada manera de hilarlos hace que la lectura sea sencilla de seguir e hilvanar. Esta historia inicia con la introducción que hace Kant en 1790 al arte de los jardines, pasa por la transición hacia la estética de lo pintoresco, luego enlaza el arte de los jardines a la pintura, eleva la unión de estas ideas hacia lo invisible de la estética de lo sublime y termina con una compleja discusión en la que concluye que el paisaje como artefacto estético refleja los órdenes sociales y políticos específicos de las últimas décadas del siglo XVIII en Francia y en Inglaterra.

Al primer capítulo, “Un recién llegado a las bellas artes”, le corresponde una tarea crucial, ya que es aquí donde Rancière plantea las bases de su ensayo. Si bien los jardines como arte han existido desde la antigüedad, el filósofo esclarece que es justamente cuando los jardines caen en descrédito a finales del siglo XVIII en Francia —por su asociación con el Antiguo Régimen— que el político y escritor inglés Thomas Whately (Observations on Modern Gardening, 1770) y el filósofo alemán Immanuel Kant (Crítica del juicio, 1790), elevan la dignidad del jardín a la altura de un arte que refleja la habilidad de ejecutar una voluntad dando forma a una materia. En esto basa Rancière su explicación de la dualidad de larga data entre las artes liberales, producidas por y para el placer, y las artes mecánicas que surgen de e implican la utilidad y la necesidad. Según el autor, el arte de los jardines entró en el espectro de las llamadas “bellas artes” cuando dejaron de ser únicamente imitativos y pasaron al mundo de las apariencias sensibles. El marco contextual y el lenguaje por medio de los cuales el libro sitúa al lector son precisos y necesarios para entender su propuesta.

El capítulo 2, “Escenas de la naturaleza”, explica el vínculo entre la construcción histórica del jardín como arte y la estética de lo pintoresco. Por medio de un lenguaje sencillo, y utilizando ejemplos pertinentes, el filósofo explica cómo los jardines y la pintura se entremezclan para formar una nueva búsqueda de la perfección en la naturaleza. Así, evidencia la jerarquía de las tres artes en orden de importancia (poesía, pintura, paisaje) y resume que, finalmente, el arte buscará reconocer la perfección de la naturaleza en la pintura de paisaje. Este es el punto en que los jardines llegarían a convertirse en superiores a la pintura. Poco a poco, construyendo sus ideas con delicadeza e inteligencia, Rancière teje esta historia con la pugna paisajística entre Francia e Inglaterra, elucidando las ideas principales de cada lado para que estas queden claramente ilustradas. La delimitación del pensamiento francés (antinaturaleza y geometría cartesiana) y del pensamiento inglés (unidad natural, vastedad y complejidad), lleva al lector a la conclusión de que el modelo inglés será el que permee el pensamiento paisajista de la modernidad. En todo caso, con un agudo espíritu crítico Rancière le demuestra al lector cómo la democratización del jardín inglés será también una falacia, pues será igual de dogmático y uniforme que el de corte francés, aunque el desarrollo de la estética de lo pintoresco pretenda lo contrario. El filósofo es muy cuidadoso en el manejo de los conceptos y las explicaciones, de manera que no queda duda alguna de la influencia que este momento histórico tuvo sobre lo que aún hoy denominamos pintura de paisaje.

En el capítulo 3, “El paisaje como pintura”, va a quedar establecido este recorrido histórico-estético, pues allí se elabora el arte de los jardines como un elemento ya integrado al pensamiento pictórico y se plantea el problema de la educación visual, que conlleva las actitudes necesarias para detenerse a mirar, reconocer el trabajo de la naturaleza como artista y su adopción como modelo creativo a imitar. La precisión del autor al elaborar estas ideas se apoya en alusiones a pensadores como Uvedale Price, William Gilpin y el mismo Kant. Rancière va a insistir, revisando las teorías de aquellos, que la pintura es el arte de la mirada, que es un juego de apariencias y que es aquí donde la imaginación ya no es un rol del artista, sino que entra en el territorio de la activación del espectador. Al enfocarse en el análisis teórico, el autor evita nombrar a pintores específicos para no atarlos a un concepto u otro. La lección de estética que propone el libro es esencial como parte de una educación visual y filosófica que nos muestra qué es lo que está sucediendo cuando vemos el paisaje como pintura. Los conceptos que trata Rancière a lo largo del texto se van hilando con temas de la historia del arte, como son las academias, los géneros y los cánones de representación.

“Más allá de lo visible” es el título del capítulo 4, acápite que pone en discusión el tránsito entre la estética de lo pintoresco y la de lo sublime. Partiendo de la tesis de que la noción de lo pintoresco se basa en el criterio clásico de la búsqueda de la unidad en la variedad, el filósofo demuestra cómo, hasta finales del siglo XVIII, el arte buscaba un equilibrio entre lo visible y lo invisible, lo que llevaba claramente a la valoración de la obra de arte dependiendo de su capacidad de engaño. Por esto el paisaje clásico al mejor estilo de los pintores franceses, Poussin y Lorrain, convertía a la naturaleza en historia y en telón de fondo del grand genre. Rancière elabora cada una de estas ideas, demostrándole al espectador y convirtiendo casi en obvio lo que antes no lo era, ubicando lo sublime como una nueva forma de pensamiento atado a las andanzas de los viajeros y al espectáculo de la naturaleza. Por esto, el autor confronta aquí nuevamente las posturas de Kant y Edmund Burke. Para el primero, según la clarísima explicación de Rancière, lo sublime está en el espíritu de quien contempla; para el segundo, lo sublime está en la burda materialidad de los elementos de la naturaleza. Así, la lucha filosófica demuestra la complejidad de maneras de mirar y entender la aproximación al paisaje que para Rancière es urgente discutir.

Por último, “La política del paisaje” es el nombre del quinto capítulo, donde la discusión francesa e inglesa continúa y donde el filósofo, tras explicar una y otra postura política y sus efectos sobre lo estético, demuestra, con maestría excepcional en el uso del lenguaje y en la manera de articular y tejer los conceptos, que el paisaje es, en conclusión, el reflejo de un orden social y político. De ahí se desprende el arte del siglo XIX, que continuará explorando los efectos tardíos del Siglo de las Luces y de la razón en constante oposición con la supuesta armonización que hace Inglaterra del paisaje en una época en la que pretendía ejercer el mismo tipo de control sobre la sociedad. Rancière resume con eficacia esta discusión entre los grandes nombres de la estética de finales del XVIII, a ambos lados del Canal de la Mancha, y la utiliza para establecer que la pintura de paisaje de la modernidad tardía no tiene inocencia alguna; que no se compone de montañas, árboles y riachuelos, sino de ideas económicas, políticas y sociales que transmiten un tipo de pensamiento nacionalista que aún tiene vigencia hoy.

En su “Epílogo” Rancière recoge los efectos de este diálogo en pensadores posteriores como Hegel y en viajeros como Humboldt, donde el valor estético no se entiende ya como efecto de la imitación de la naturaleza sino de la comprensión del espíritu humano y sus efectos sobre esta. Así, el concepto de lo sublime toma un giro hacia aquello que representa la unidad divina y que no puede ser formado. Entonces, concluye el francés, se cierra el ciclo de vida del jardín como punto de partida del arte del paisaje. Este ensayo es una lectura imprescindible para aquellos interesados en entender el contexto tan complejo que se forma en un momento muy específico de la historia estética europea y que, aún hoy, delimita las maneras en que nos aproximamos tanto al arte que busca representar a la naturaleza como a la naturaleza misma. No se puede volver a mirar el paisaje ni la pintura que nace de este sin haber leído el ensayo de Rancière.