Reseña: Juliana Martínez, Haunting without Ghosts: Spectral Realism in Colombian Literature, Film, and Art (Austin, University of Texas Press, 2020)1
María Margarita Malagón-Kurka
Juliana Martínez se centra en Haunting without Ghosts en el estudio de los dos conceptos principales que introduce su título, “haunting” —de difícil equivalencia en español, pues podría significar simultáneamente acechar, perseguir, embrujar— y el paradójico “realismo espectral”, conceptos que relaciona, por una parte, con los efectos del conflicto armado sobre la población colombiana y, por otra, con ejemplos específicos de la producción literaria, fílmica y artística contemporánea en el país.
La autora elabora una extensa y matizada discusión teórica en la introducción. Allí analiza sus conceptos clave con ayuda de los trabajos de Jacques Derrida y T. J. Demos y examina un escrito de Rory O’Bryen —Literature, Testimony, and Cinema in Contemporary Colombian Culture: Specters of La Violencia— que funge como su precedente inmediato. Martínez propone extender el análisis de O’Bryen para comprender el periodo que abarca desde la década de los años ochenta hasta la firma del acuerdo de paz en el 2016. Los análisis de estos pensadores constituyen el andamiaje conceptual sobre el que ella desarrolla su propia tesis.
Siguiendo a Derrida, la autora entiende el “realismo espectral” como un concepto metafórico, “una forma de narrativa que se toma en serio al fantasma, aunque no de forma literal” y que aprovecha “el potencial disruptivo del espectro, pero trasladando el enfoque de lo que el fantasma es a lo que el espectro hace”. A esto añade, en relación con la tradición realista (a la que dedica un apartado importante), que es un concepto útil para categorizar estéticas que, aunque comprometidas con reflejar realidades sociales, “entienden esa realidad como algo que incluye y abarca las voces y las historias de quienes ‘no están ya, no todavía ahí’” (citando a Derrida). Desde este punto de vista Martínez concibe la obra artística “como el conjuro disruptivo y transformador de esas fuerzas reprimidas y expulsadas”, y a sus autores como “exorcistas” que “no expulsan sino conjuran a los espectros”.
En su opinión, los “productores culturales” (término que usa, sin definirlo, para referirse a los literatos, cineastas y artistas) confrontan en la época reciente múltiples desafíos provenientes de su entorno sociopolítico y cultural. Por una parte, desean comunicar sus propias percepciones, emociones y perspectivas de lo que acontece en Colombia; por otra, buscan desarrollar herramientas para expresar las vivencias de quienes han sido afectados por el conflicto y la violencia. Las vivencias y las herramientas convergen en el realismo espectral: los productores culturales que ejemplifican esta corriente “comparten tanto una preocupación por lo que ya no se puede ver —pero persiste— como una voluntad de dar cuenta de las desapariciones y silencios que constituyen la historia reciente de Colombia” y emplean técnicas representacionales que “tejen la desaparición, la ambigüedad y la reflexión crítica”. Comparten también una “ansiedad ética” (término tomado de María Helena Rueda) en tanto buscan evitar lo que otros autores y artistas han hecho al ofrecer una visión explotadora, comercializadora, objetivizante y “erotizada” de los eventos traumáticos. En consecuencia, estos productores actuales proponen un acercamiento que, en vez de centrarse en el trauma y la pasividad individual y colectiva que estos eventos pueden implicar, estimule o genere una actitud activa que clame por la justicia y el cambio frente a las situaciones que afrontan miles de personas.
Una de las fortalezas del texto de Martínez reside en los análisis y argumentos que la autora desarrolla para explicar cómo los “productores culturales” han afrontado la mayoría de los desafíos mencionados. Con base en el andamiaje teórico y conceptual desarrollado en la introducción Martínez analiza dos novelas de Evelio Rosero, tres películas realizadas respectivamente por William Vega, Jorge Forero y Felipe Romero, y obras de tres artistas plásticos: Juan Manuel Echavarría, Beatriz González y Erika Diettes.
En las novelas de Rosero (En el lejero y Los ejércitos) Martínez identifica el uso de herramientas narrativas desconcertantes que hacen eco de la experiencia de los personajes que confrontan la violencia, en ambos casos la desaparición forzada de seres queridos. Se trata de recursos formales que evocan la dificultad de ver, de discernir y de comprender. En su búsqueda los protagonistas (y el lector) sufren una desorientación temporal y espacial que refleja la disrupción de sus vidas a partir de sus pérdidas. Simultáneamente, están expuestos y son vulnerables ante las miradas de los demás; en algunos casos ellos mismos ejercen un tipo de mirada cosificante o escopofílica, impulsados por un deseo de ver y de controlar a otros e incluso de violentarlos. Coexisten así en estas novelas la mirada dominadora y la visibilidad “háptica”, los tiempos cronológicos y los subjetivos, los espacios controlables o “estriados” y los ambiguos o “suaves” (según la terminología de Deleuze y Guattari), la vulnerabilidad y el poder, lo familiar y lo extraño. En palabras de la autora, en su espectralidad los escritos “presentan lo que no se puede ver, pero persiste, está de alguna manera ahí”. Tal presencia reclama, en su opinión, una “justicia restaurativa”.
Así como las novelas de Rosero suponen dificultades para los lectores, las películas La sirga de William Vega, Violencia de Jorge Forero y Oscuro animal de Felipe Guerrero no son accesibles en un sentido convencional: no parecen mostrar nada, son lentas, carecen de diálogos. También en ellas los cineastas dan prioridad a las vivencias traumáticas de los protagonistas y utilizan para comunicarlas herramientas desorientadoras como el manejo irregular de la cámara, las tomas desenfocadas y los sonidos ambientales en lugar de narrativas explicativas. En todas ellas, según Martínez, “en lugar de la claridad visual y narrativa predominan la emoción y la tensión irresuelta”. La autora discute las similitudes y diferencias de estas películas con las del neorrealismo italiano, que entiende como un precedente del realismo espectral en el cine. Adicionalmente, ubica el cine colombiano reciente dentro de la historia del cine latinoamericano y resalta la reciente oleada de películas centradas en poblaciones, sobre todo rurales, históricamente marginadas.
Continuando con su análisis de obras producidas en la esfera de las artes visuales Martínez analiza el documental Réquiem NN, realizado por el artista Juan Manuel Echavarría. De esta y las demás obras discutidas en esta sección (y en el epílogo) Martínez afirma que se ofrecen como espacios de reconocimiento, duelo y reparación simbólica de las pérdidas irreversibles. Desde esta perspectiva discute e interpreta las reacciones de los habitantes de Puerto Berrío en Requiem NN, que rescatan cadáveres del río Magdalena provenientes de otros municipios para darles una sepultura digna y “adoptarlos” con el ánimo de recibir sus favores. En este caso no solo el documental, sino el río y el cementerio en los que se enfoca el artista, constituyen para Martínez “lugares espectrales”.
También la obra Auras anónimas realizada por Beatriz González en los columbarios del Cementerio Central de Bogotá es vista por la autora como un espacio espectral en el que se da sepultura y reconocimiento simbólico a múltiples muertos de la historia pasada y reciente de Colombia. Martínez enriquece la interpretación de la obra al vincularla a la historia del cementerio y también al analizarla a la luz de otra serie de González, Cargueros, de la que la artista toma las imágenes que plasma en los columbarios.
Finalmente, Martínez discute más detalladamente cuatro obras de Erika Diettes: Río abajo, A punta de sangre, Sudarios y Relicarios. En su análisis resalta la relación directa que establece esta artista con los familiares de algunas víctimas de desaparición forzada quienes la proveen de objetos o reliquias que ella integra en dos de estas obras y que comparten con ella sus testimonios de lo que les ha acaecido a sus seres queridos. En esta sección propone comparaciones iluminadoras con obras de Óscar Muñoz y Doris Salcedo a las que, no obstante, habría podido dedicar un estudio más detallado (aunque propone en el epílogo una lectura cuidadosa de Fragmentos). Sin desconocer la profundidad del análisis de las obras de Diettes, llama la atención que la autora no aplique a Sudarios su crítica a la visibilidad cosificante con el mismo rigor que en otras secciones del libro, tratándose de una obra en la que la visibilidad de personas que han sido directamente afectadas por hechos violentos juega un papel preponderante.
El libro de Martínez es especialmente valioso debido al carácter elucidatorio y riguroso de las discusiones con las que busca darle validez hermenéutica al concepto del realismo espectral. Particularmente enriquecedores son sus análisis críticos de cada novela, película y obra visual y plástica. También de gran aporte son sus contextualizaciones históricas de los campos de la literatura y el cine, así como de la situación sociopolítica colombiana reciente, incluyendo su discusión de conceptos como el de “densidad histórica”, “neoconflicto” y “violencia objetiva”.
Debido quizás a la forma en que Martínez ha construido algunas secciones del libro a partir de artículos previamente publicados, tiende a haber repeticiones, sobre todo en su presentación del andamiaje teórico y conceptual ampliamente desarrollado en la introducción. Por contraste, el texto carece de un análisis del estado del arte, que en el caso de las obras visuales y plásticas habría complementado su investigación y puesto más claramente de relieve su aporte específico.
Finalmente, hay un punto clave que afecta tanto la metodología como el rigor y la solidez de algunos planteamientos centrales. Este punto queda sin resolver desde que la autora plantea dos preguntas distintas en la introducción, ambas derivadas del concepto de “haunting”: por un lado, ¿cómo es que la violencia histórica acecha espectralmente (“haunts”) a los productores culturales y les genera los desafíos estéticos y éticos anteriormente mencionados? Por otro, ¿cómo es que estos a su vez acechan espectralmente a sus lectores y espectadores por medio de sus obras? El énfasis y, a mi modo de ver, el mayor aporte de sus análisis está en su discusión del primer aspecto. Sin embargo, Martínez insiste en cada caso en demostrar lo segundo: que los espectadores se ven “haunted” y en consecuencia motivados a buscar la justicia y reparación de los espectros. No solo es ampliamente discutible cuál pueda ser la recepción de las obras por parte de su audiencia, sino que Martínez omite sustentar sus afirmaciones en un análisis de las reacciones concretas de espectadores o críticos. En consecuencia, da la impresión de que ese último aspecto, que figura en su argumento como uno de los componentes esenciales del realismo espectral, le ha sido impuesto a las obras más que haber sido inducido, como los demás, de sus análisis cuidadosos. Un ejemplo ilustra con especial claridad este punto. En su interpretación de Réquiem NN Martínez considera que la labor de “adopción” de los muertos recogidos del río puede ser leída como un acto de duelo y justicia por parte de los adoptantes. Sin negar el derecho a esta posible interpretación o que las vivencias de quienes realizan las adopciones puedan coincidir con esta apreciación, es cuestionable el suponer que los diferentes gestos con los que reciben a estos cadáveres anónimos puedan realmente concebirse como actos significativos y objetivos de reparación y reconocimiento, incluso a nivel simbólico. Lo que resulta intrigante es más bien la existencia misma de estos gestos y de los esfuerzos de la población de Puerto Berrío por recibir favores bajo la creencia de que están realizando un acto de duelo hacia estos seres anónimos y sus familiares igualmente desconocidos.
Dejar como una cuestión abierta la pregunta por la recepción de las obras por parte del público y centrarse más claramente en las implicaciones de su rico y complejo estudio le habría permitido a Martínez desarrollar más extensamente las conclusiones que apenas esboza en el epílogo, donde reitera gran parte de las tesis de la introducción. Sería enriquecedor, en este sentido, ensayar interpretaciones alternas y complementarias sugeridas por los análisis que aventura este libro y reflexionar más profundamente sobre sus aportes desde un punto de vista humano y artístico más universal. Discutir, por ejemplo, las implicaciones del intrincado tratamiento que proponen estas obras de los diversos tipos de comprensión, visibilidad, espacialidad, temporalidad, familiaridad y extrañeza, y sus evocaciones de lo liminal, aquello que existe, como explica Martínez, entre lo material y lo inmaterial, la presencia y la ausencia, la vida y la muerte. En otras palabras, aunque el libro demuestra de manera convincente que los conceptos de “haunting” y de realismo espectral son pertinentes y valiosos para analizar las obras seleccionadas y realiza un diagnóstico esclarecedor de una tendencia reconocible en el campo cultural colombiano contemporáneo, sería de gran valor resaltar también las múltiples e iluminadoras perspectivas que ofrecen Rosero, Vega, Forero, Romero, Echavarría, González y Diettes sobre los comportamientos, las vivencias y las creencias de los individuos y los grupos humanos recreados en sus trabajos, así como la riqueza perceptual y cognitiva de las herramientas formales desarrolladas en las obras.
- Esta reseña se basó en la edición en inglés del libro. Durante el proceso de redacción, se publicó la versión traducida al español, que también fue revisada por la autora de la reseña.
María Juliana Martínez Orozco, Más allá del fantasma: Realismo espectral en la literatura, el cine y el arte en Colombia. Bogotá: Ediciones Uniandes, 2024. 329 pp.) ↩︎