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El placer del paisaje. Pintura y poesía en Colombia

Reseña: El placer del paisaje. Pintura y poesía en Colombia, 1840–1940. Curaduría de Juan Darío Restrepo y César Mackenzie. Casa Cuervo Urisarri, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, de abril DE 2024 a MAYO de 2025

Por: Christian Reinach baumgartner

Magíster en Historia del Arte de la Universidad de los Andes, 2024. Profesional especializado en patrimonio cultural inmaterial, historia del arte y formación cultural en la secretaría departamental de cultura del Valle del Cauca.

La exposición El placer del paisaje. Pintura y poesía en Colombia, 1840–1940, curada por Juan Darío Restrepo (coordinador del equipo de gestión de museos del ICC) y César Mackenzie (investigador de colecciones del ICC) es una invitación a recorrer tanto física como emocionalmente los caminos tan variados que ofrece la geografía de nuestro país. Conforma un acercamiento genuino a un momento clave dentro la historia del arte colombiano: el desarrollo y consolidación del paisaje como un género moderno. A fines del siglo XIX y comienzos del XX el paisaje empezaba a romper con los esquemas más conservadores y académicos de la Escuela de Bellas Artes y tomaba protagonismo sobre el retrato académico y los tradicionales géneros religioso e histórico. Sin embargo, el itinerario no está simplemente inmerso en el ingenuo bucolismo que en otros contextos podría caracterizar a la pintura del paisaje. Los diálogos entre la poesía y las noventa y una obras exhibidas entretejen un ambiente lleno de provocación y admiración, pero también de reflexión sobre los porvenires de una identidad en construcción.

Distribuida en tres salas de la casa Cuervo Urisarri (sede principal del ICC en Bogotá), la exposición contempla tres momentos del paisaje: su inspiración, concebida en la sala “Yerbabuena, hacienda literaria de la sabana de Bogotá”; sus usos tradicionales, presentados en la sala “Romanticismo, paisajes para una patria”; sus extensiones y variaciones en la sala “Adentro y afuera”. Cada una de estas salas encuentra, a su vez, una minuciosa agrupación temática que intensifica la percepción del paisaje como un género en sí mismo, capaz de ofrecer diversidad de técnicas compositivas, medios, materialidades, interpretaciones y contextos. El flujo natural entre una obra, un verso y otro más es tan delicado como el viento en el Paisaje llanero de Rafael Tavera García (1930) y, a su vez, tan intenso como el trepidante Tequendama de Francisco Antonio Cano (1928). 

Además, la exposición ostenta una práctica curatorial muy valiosa al explicitar de manera directa sus principales motivaciones. En primer lugar, se explica al espectador que este proyecto retoma las iniciativas de la historiadora bumanguesa Aída Martínez Carreño (1940–2009), quien en 1979 realizó una de las primeras exposiciones de paisajes a partir de la colección del Banco Cafetero. Seguidamente se declara que la exhibición de estas pinturas pretende abordar “al paisaje como el género romántico por excelencia” y disponerlo a un público mucho más amplio. Por último, se manifiesta que los diálogos entre poesía y paisaje responden al deseo de explorar las lecturas que escritores y pintores hicieron del romanticismo europeo de principios del siglo XIX. 

Cada uno de los tres espacios de la exposición atiende directamente a esas tres motivaciones. La primera sala, “Yerbabuena, hacienda literaria de la sabana de Bogotá”, versa sobre la sabana de Bogotá, donde se sembraría el germen de la inspiración romántica colombiana. En este espacio se muestra que semejante numen seduce a los privilegiados que habitaban las haciendas Yerbabuena (de José Manuel Marroquín) y Santa Ana (de Tomás Rueda Vargas) y los induce a contemplar e interpretar un paisaje todavía yermo. En este punto la exposición innova al presentar nuevos medios: la sala exhibe vestidos con motivos florales, un costurero con un paisaje bordado y una silla con otro paisaje pintado; muestras de que el paisaje como género iba más allá del lienzo, situado en la delgada y controvertible línea entre lo “puramente artístico” y lo ornamental. Quizás en un intento por mantener la cercanía con el paisaje, los entornos naturales fueron plasmados en los objetos de la cotidianidad hogareña de las haciendas.

A esa diversidad de medios, y a la exposición en general, la acompaña otro componente más abstracto: la poesía, que también veía en la geografía colombiana una fuente inacabable de creatividad. Versos de carácter predominantemente bucólico se conectan de manera oportuna a varias de las obras exhibidas. En ellos, las palabras equivalen a pinceladas abstractas que exacerban los sentires físicos y emocionales. Los fragmentos poéticos de escritores como José Marroquín Ricaurte o José Eusebio Caro son inteligentemente seleccionados para desintegrar las posibles jerarquías entre lo escrito y lo visual; cada uno manifiesta emociones, intereses y perspectivas que expanden las modalidades de aproximación al paisaje como género artístico. Ni la poesía ejemplifica las obras ni viceversa, pues su interlocución genera un ambiente que intenta vivificar el famoso aserto del filósofo suizo Henri-Frédéric Amiel: “el paisaje es un estado del espíritu”. 

La sala “Romanticismo, paisajes para una patria” abarca una relación que pocas veces es tratada en el ámbito del paisajismo en Colombia, particularmente durante el cambio de siglo. Con su producción inmersa en un álgido contexto de cambios territoriales y administrativos, y luchas políticas, el paisaje se presenta como un dispositivo retórico-plástico para transmitir ideas sobre los que deben ser los pilares de la identidad nacional, sobre cuáles son los símbolos patrios y quiénes los próceres. Ejemplos de ello son el cuadro Bolívar y la patria encadenada, de Jesús María Hurtado Muñoz (1891), y los versos de Rafael Pombo en Todo por mi patria (ca. 1880): a la naturaleza como una razón más para enaltecer la patria. La instrumentalización narrativa es mucho más intensa en esta segunda sala, a diferencia de la sala “Yerbabuena”. Así, se pasa del bucolismo aparentemente ingenuo a la cimentación de intencionalidades político-culturales explícitas. Retratos de miembros de familias acomodadas, de líderes militares y sus batallas, representaciones de la cotidianidad de la Bogotá decimonónica, transmiten la superposición tradicional del humano sobre la naturaleza.

Las salas “Yerbabuena” y “Romanticismo” coinciden en presentar obras que emplazan al paisaje en un segundo plano; todavía acude como un elemento “auxiliar”. Esto cambia con “Afuera y adentro”, donde se exhibe la mayor variedad de entornos agrupados temáticamente: cuerpos de agua, árboles y bosques, estancias campestres, relieves, llanuras, arquitecturas, atardeceres y anocheceres. Allí el paisaje se convierte en el centro de atención y tanto la figura humana como sus actuares históricos pierden relevancia. Incluso en obras como Nocturno de Abdón Pinto (1912) u Hospital San Juan de Dios de Roberto Páramo (ca. 1915) la intencionalidad es completamente diferente al enaltecimiento del humano aún presente o reminiscente. Casas, capillas, casaquintas e individuos se encuentran, cuando no minimizados, reconciliados con los entornos naturales; un síntoma de las influencias románticas de creadores como Ricardo Gómez Campusano, Jesús María i José Zamora, José Asunción Silva y el ya mencionado Rafael Pombo. 

Lo anterior no significa que los paisajes presentes en “Adentro y afuera” carezcan de un lugar dentro del proyecto de edificación de “lo colombiano” durante la transición del siglo XIX al XX. De hecho, como su nombre indica, esta sala es el espacio que ata lo abordado por las salas anteriores. Mientras los vestidos y objetos cotidianos de “Yerbabuena” reflejan la construcción de una identidad íntima, las escenas épicas, las citadinas y los personajes ilustres de “Romanticismo” proyectan la construcción de una identidad colectiva. En “Afuera y adentro” ambas se hilan: la identidad de adentro, la íntima, con la identidad de afuera, la colectiva. En realidad ambas identidades son solo dos caras de la misma moneda: la interpretación romántica de la experiencia global de la identidad. Bajo el lente romántico los entornos naturales acuden como espejos para cualquiera que los especta, son el medio para la introspección. Para entenderse como individuo y como sociedad es necesario entender el espacio que se habita y se especta; al mismo tiempo, para comprender la relación con ese espacio es necesario preservar la autocomprensión. Esta última sala da cuenta de que el paisaje está a medio camino entre ambos procesos y se consolida así como un artífice plástico de la identidad.

En síntesis, puede decirse que El placer del paisaje comprende mucho más que el deseo por exhibir un compendio de exploraciones estéticas basadas en la aproximación a los motivos románticos. Además de la posibilidad de ver muchas obras de colecciones públicas y también privadas, el valor de la exposición radica en buena parte en poner al espectador en contacto con una arista de la empresa moderna de la identidad nacional colombiana. A través del contacto entre los lenguajes plásticos de la poesía y la pintura, la geografía colombiana se dispone como un artificio que abre cuestiones sobre aquello que constituye lo íntima y colectivamente colombiano, en el pasado y en el ahora. 

Vale dejar ciertas consideraciones a modo de cierre. Lo primero es que debe pensarse que las salas “Yerbabuena” y “Romanticismo, paisajes para una patria” dan cuenta del privilegio de considerable parte de los artistas y poetas abordados: hombres de orígenes acomodados próximos a círculos de poder cuya agencia era decisiva en los porvenires de la embrionaria nación. Inscrito en ese panorama, el paisaje no puede entenderse como plenamente enajenado de los propósitos discursivos de contextos afortunados. Puede que los medios, las técnicas y la composición en general mutaran, pero sus usos e interpretaciones se mantenían ciertamente estables. Esto lleva, en segundo lugar, a plantearse cuestionamientos desde la interseccionalidad: ¿cuánto dista la visión del paisaje de los románticos acomodados de la del resto de la sociedad?, ¿cambia la perspectiva romántica del paisaje cuando se la entiende desde la feminidad? Es cierto que la curaduría no tiene el deseo expreso de traer la reflexión a la actualidad, ni de proponer estas interrogantes, pero son un efecto natural que, lejos de agotar la exposición, le otorgan aún mayor significancia y envergadura.