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El malestar de no saber.

Esta reseña es sobre la exposición “Clemencia Echeverri: Liminal”, curada por María Margarita Malagón-Kurka y que hace parte del programa de retrospectivas de artistas nacionales que organiza el Museo de Arte Miguel Urrutia (MAMU). Entre los artistas que han contado con exposiciones retrospectivas están: José Alejandro Restrepo (2001), María Fernanda Cardoso (2004), Miguel Ángel Rojas (2007), Óscar Muñoz (2011-2012), Álvaro Barrios (2013-2014), Johanna Calle (2015-2016) y Luis Roldán (2017).

Doctor en Historia del Arte de la Universidad Nacional de Colombia Sede Bogotá (Bogotá, Colombia). Es Magister en comunicación de la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá, Colombia) y Sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia de la misma ciudad. Profesor Asociado de la Universidad Jorge Tadeo Lozano (Bogotá, Colombia).

elkin.rubiano@utadeo.edu.co

Recorrer la retrospectiva dedicada a Clemencia Echeverri es una experiencia de inmersión en la profusión de imágenes y sonidos que la componen. El espectador no está delante de las imágenes, más bien está en medio de ellas, de modo que se activa la posibilidad de habitarlas. Ahora bien, este habitar las imágenes es inseparable de la materia sonora que las acompaña. En “Liminal” es preciso invertir el orden: habitar los sonidos es inseparable del material visual que los acompaña. Tal vez el enfoque que dirigimos hacia lo visual, su jerarquía, contribuye al desconcierto que produce recorrer esta retrospectiva, pues la materia sonora nos invade más allá de cualquier resistencia. Ante una imagen difícil de tolerar cerramos los ojos o desviamos la mirada, mientras que con los sonidos difícilmente podemos elegir entre oír o dejar de oír, y es más difícil aún si los sonidos parecen provenir del interior de quien escucha. De esta dificultad se alimenta el malestar que acompaña el recorrido: un malestar de no se sabe qué o por qué. Sin duda, hay imágenes fuertes, pero el malestar se origina más allá de las imágenes.

Malestar, efectivamente, pues recorrer esta exposición no está en el orden de la gratificación gozosa. De sala en sala se acrecientan la incomodidad y el desconcierto. Por momentos trato de racionalizar lo que supongo hay de discursivo en cada obra, dar con su guión o con su propósito narrativo. Pero no es acertado ese camino. Así como hay una predisposición hacia lo visual, también la hay hacia el orden y el sentido. Tal vez el malestar tenga que ver con un sinsentido, con lo fragmentario y discontinuo de las imágenes, con su yuxtaposición; pero también, y de manera más intensa, con algo que retumba o vibra en el cuerpo del visitante, un desajuste de la percepción ordinaria propiciada ante todo por la densidad sonora. Un sonido que al mismo tiempo es familiar y extraño. Familiar como el choque de un machete contra el suelo, el crepitar del fuego, la corriente de un río, el descenso de una persona por unas escaleras de madera de vieja, el murmullo de una persona. Pero extraño al mismo tiempo: el murmullo de la persona se superpone con el de otras hasta volverse ininteligible, el sonido de los pasos en las escaleras se prolonga e intensifica, así que el caminante no tiene descanso (es una imagen infernal). Las frecuencias sonoras que nos resulta familiares han sido transformadas, y lo que escuchamos parece provenir de un sueño. Todo lo que vemos y escuchamos es irreal, pero no en el sentido de la creación entendida como artificio, sino como transfiguración o subversión de lo real: la intensificación de la materia sonora convertida en ruido, una ocasión para experimentar el desequilibrio y la desorientación, tal como señala Martin Seel: “En la atención al simple ruido acontece la experiencia de una realidad amorfa […]. Lo que antes estaba inmerso en un orden social o cultural se muestra ahora con un aparecer anterior al sentido […] La realidad hace aparición en una versión inaprensible”.1 En esta experiencia “anterior al sentido” se hace audible lo inaudible, la transfiguración sonora proviene de lo que no tiene voz. El mundo animal, por ejemplo: reses (Sacrificio), cerdos (Apetitos de familia), gallos (Juegos de herencia) y murciélagos (Nóctulo). También la intensificación sonora de la naturaleza en la que aparecen vestigios de lo humano: un río (Treno) y otro río (Río por asalto). Y cuando lo humano se encarna en la persona, su presencia es aterradoramente fantasmal: Versión libre y Supervivencias. Entre sala y sala, la inmersión del espectador en las imágenes y en la experiencia sonora parece un descenso–al infierno, podría decirse, pero de modo más “preciso” al subconsciente, a una “realidad” prelingüística en la que se hace dolorosamente evidente el vacío entre la cosa y su representación. Ese es el malestar en “Liminal”: la experiencia del quiebre de la experiencia. Si lo que me envuelve es la presencia de lo inaudible, lo que se pone en crisis es mi capacidad de darle sentido, de componer un orden, de decir “he visto esto”. Aunque se ha visto, hay algo más vasto que resulta incomprensible: lo sub(liminal), que es inseparable de lo sublime, la búsqueda de una forma que no existe sino por la deformación.

Bibliografía

Martin Seel. Estética del aparecer. Buenos Aires: Katz Editores, 2012.

  1. Seel, Martin. Estética del aparecer. (Buenos Aires: Katz Editores, 2012), 221. ↩︎