✴︎

“Ríos y silencios”

Esta reseña es sobre la exposición Ríos y Silencios del artista colombiano Juan Manuel Echavarría en el Museo de Arte Moderno de Bogotá (MAMBO) entre septiembre de 2017 y enero de 2018.

Elkin Rubiano

Director Área Académica Humanidades y Estudios Literarios y Edición. Doctor en Teoría del Arte y la Arquitectura de la Universidad Nacional de Colombia. Sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia, Magíster en Comunicación de la Pontificia Universidad Javeriana, Especialista en Diseño Urbano, de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Sus áreas de trabajo se concentran en la teoría estética, la crítica cultural y las sociologías urbana y del arte.

La violencia en Colombia es un tema persistente en el arte colombiano. Esta persistencia, sin embargo, está acompañada de transformaciones, tanto en el tratamiento del tema como en los modos de hacer artísticos. Por ejemplo, la curaduría realiza por Álvaro Medina titulada Arte y violencia en Colombia desde 1948 (Bogotá, MAMBO, 1999), organizó la producción artística a partir de tres periodos: la violencia bipartidista (desde 1948), la violencia revolucionaria (desde 1959) y la violencia narcotizada (desde mediados de los años 80). Desde el punto de vista de los lenguajes artísticos, María Margarita Malagón (2010) comprende estos periodos del siguiente modo: las obras de arte de los años cincuenta y sesenta “desarrollaron un lenguaje visual simbólico y altamente expresivo”, mientras que a partir de la década del noventa, “predomina un lenguaje de tipo evocativo e indicativo”.1 Tanto Malagón como Medina señalan el último giro a finales del ochenta y comienzos del noventa, es decir, los años a partir de los cuales se incrementó el número de víctimas por violaciones de derechos humanos y derecho internacional humanitario. Este último giro coincide con el primer trabajo artístico de Juan Manuel Echavarría (Medellín, 1947) titulado “Retratos” (1996), una serie fotográfica de maniquíes rotos que, no obstante su obsolescente estado, seguían prestando su función de exhibidores de ropa: “Desde la primera vez —dice Echavarría—, vi a las personas pasar, mirar la ropa, tocar la tela, pero nunca detenerse a observar los rostros mutilados. Entonces me reconocí como uno de ellos y dije: «Ese también soy yo; no he visto la violencia que vivimos aquí en Colombia, no la he querido reconocer»”2. De ahí en adelante el trabajo de Echavarría tomará ese rumbo, el de la violencia en Colombia.

La exposición “Ríos y silencios”, exhibida en el MAMBO entre septiembre de 2017 y enero de 2018, reunió veinte años de trabajo artístico de Juan Manuel Echavarría. En conjunto, es una obra que muestra coherencia durante esas dos décadas. Pero, además de la coherencia, también deja ver la transformación de las obras durante ese tiempo. Es decir, estas obras tan estrechamente ligadas al contexto del conflicto armado se transforman con el propio conflicto y, por lo tanto, están permanente abiertas a la construcción de sentido. Es sobre esta transformación de la que me ocuparé en las siguientes líneas.

El eje de esta transformación, según creo, está en el trabajo realizado con la fundación Puntos de Encuentro titulado “La guerra que no hemos visto. Un proyecto de memoria histórica”, trabajo que se expuso por primera vez en el MAMBO en 2009 y regresó a ese mismo espacio 8 años después. “La guerra que no hemos visto” se realizó mediante unos talleres de pintura en los que participaron 17 exparamilitares de las AUC, 30 exguerrilleros y 14 exguerrilleras de las FARC, 1 exguerrillero del ELN y 18 soldados del ejército nacional heridos en combate. En estas pinturas se narran historias de la guerra: masacres, combates, violaciones, etc. Sin embargo, durante los años transcurridos, la serie se ha transformado. La primera vez se expusieron los cuadros de manera anónima, una medida de seguridad para sus creadores, pues las pinturas narraban hechos que realmente ocurrieron. Este carácter anónimo de las pinturas fundamentó algunas críticas que, no obstante, no tuvieron en cuenta cuestiones elementales como la protección de los excombatientes. Sin embargo, para la exposición de 2017-2018, no sólo apareció el primer nombre de cada pintor sino también relatos que daban cuenta de lo narrado, relatos enunciados por testigos presenciales en los que se indican lugares, víctimas y perpetradores3. Por otro lado, algunos de los participantes del proyecto trabajaron como guías de la exposición, lo que muestra no solo un proceso de larga duración sino la activación que se propicia con este tipo de trabajos.

Es precisamente este aspecto procesual el que dio pie para que Echavarría explorara esos territorios de manera directa junto con algunos de los excombatientes: ir al lugar de los hechos representados en las pinturas y activar de nuevo la memoria. Detengámonos en uno de los casos. En una de las pinturas de “La guerra que no hemos visto”, titulada El corazón (Imagen 1), Henry relata los hechos acontecidos en La Novia, un pequeño pueblo ubicado a la orilla del río Fragua en el departamento de Caquetá. El pueblo era un punto de comercio cocalero donde no había casas de familia sino bares, discotecas, galleras, restaurantes y moteles.

Por el río Fragua navegaban deslizadores con bultos de dinero, en una ocasión con 2.000 millones de pesos para la compra de coca por parte de la guerrilla. Los paramilitares se enteran de la transacción y emprenden la búsqueda del dinero. En el pueblo se da un enfrentamiento entre los dos bandos en medio de la población civil, quien es tomada para obtener información por medio de la tortura. El corazón fue pintada en 2008. Nueve años después Juan Manuel Echavarría viajó a La Novia con su equipo y Henry para que relatara nuevamente lo ocurrido en 2003. La pintura de Henry compila los hechos en un plano picado para dar cuenta tanto del territorio como de los hechos específicos. Echavarría fue a La Novia para registrar con un dron el territorio. Resulta sorprende la exactitud de la pintura de Henry con respecto al territorio real, incluso en detalles como calles, número de casas y hasta árboles. Mientras Henry relata en offlos acontecimientos, la cámara de video repite el procedimiento usado en la pintura, planos picados para mostrar el territorio y los detalles del relato:

De esta pelea quedan garabatos con el nombre “El corazón”, por un señor que mataron los paramilitares en ese palo. Un civil al que torturaron, le sacaron los ojos y el man no se moría. Lo que decidieron fue rajarlo y arrancarle el corazón

Aunque la pintura está compuesta de 8 paneles en los que se muestra la confrontación entre los bandos, incluso el sobrevuelo de un helicóptero militar, el núcleo del relato se concentra en el panel 6 mediante un recuerdo propiamente traumático. La memoria de Henry está unida al territorio y al paisaje con el que se vincula la narración de un acontecimiento atroz. El video realizado por Echavarría años después culmina encuadrando el árbol donde torturaron y asesinaron a una persona:

Luis Cardona, campesino de esa región, fue asesinado en 2003 bajo este árbol de higuerón a orillas del río Fragua en las afueras de La Novia, Caquetá.

La guerra que no hemos visto es también el territorio que no habíamos escuchado nombrar, que no sabíamos que existía, y ahora que se nombra queda vinculado a una existencia atroz. Un verdadero paisajismo de la crueldad ha quedado plasmado en esa serie de pinturas, cuyas imágenes no son alegóricas sino reales, testimonios en los que se indican lugares, hechos y tiempos. Aquí es evidente la relación entre la pintura inicial y el video realizado años después expuesto por primera vez en “Ríos y silencios”. Algo que se evidencia en esta exposición es la relación que se construye entre los distintos proyectos, la conformación de una unidad que resulta clara cuando se ve el conjunto de la obra. Detengámonos en los trabajos Testigo mudo de la masacre de Las Brisas y ¿De qué sirve una taza? para dar cuenta de estas relaciones.

El 11 de marzo de 2000 las AUC perpetraron una masacre en la vereda Las Brisas del municipio de San Juan Nepomuceno, la región de los Montes de María en el departamento de Bolívar. Con machetes y armas de fuego asesinaron, con lista en mano, a 12 campesinos a quienes acusaban de ser colaboradores de la guerrilla. La masacre fue cometida en un árbol de tamarindo muy significativo para la comunidad, pues junto al árbol se realizaban fiestas o reuniones para tratar asuntos de la vereda. Los relatos sobre la masacre los conoció Echavarría recorriendo la región de los Montes de María, en cuyos recorridos fotografió una gran cantidad de escuelas abandonadas que conformaron la serie “Silencios”, también exhibida en esta exposición. Diez años después de la masacre, Echavarría fue invitado por la comunidad para ser partícipe de la conmemoración. Mientras se dirigía a Las Brisas, los campesinos que lo acompañaban le contaron la historia del tamarindo, lo importante de ese árbol para la comunidad y las infamias que se cometieron a su lado. Toda la memoria de la masacre anclada en el tamarindo: “…cuando finalmente llegamos al lugar de la conmemoración, en una planicie rodeada de montañas abruptas y tupidas de monte, allí vi por primera vez el árbol de tamarindo” (Echavarría 2018, 150). Sobre el desplazamiento de la población, alguien le dijo el día de la conmemoración: “Nosotros nos vinimos el tronco, allá se quedaron las raíces”. A partir de ese testimonio Echavarría decide tomar una foto del tronco de tamarindo (imagen 3) que, dos años después, en otra conmemoración, lleva para obsequiárselas a cada una de las familias de los 12 campesinos masacrados.

Caminado por los Montes de María, tejiendo relaciones con sus pobladores, nace el último de los proyectos de Echavarría expuesto en “Ríos y silencios”. Se trata de la serie ¿De qué sirve una taza? (2014-)4, realizada junto con Fernando Grisalez. Para esta serie fotográfica Echavarría y Grisalez recorrieron un territorio que en el pasado fue dominio de las FARC, sus campamentos fueron bombardeados y tomados por el ejército nacional en agosto de 2007. Casi una década después, entre la tierra y la hojarasca, fueron encontrando rastros de lo que fueran los campamentos bombardeados, desde luego vestigios del asalto, como casquillos de bala, pero también botas, una olla, una taza, un casete, un sostén, etc., es decir, utensilios indispensables para la vida cotidiana (imagen 4). En la conferencia de clausura de la exposición “Ríos y silencios”, Yolanda Sierra, investigadora en cuyo trabajo convergen el arte y el derecho, señaló algo sobre las marcas inscritas en esos utensilios hallados en la selva. Las marcas de los usos, como los golpes que recibe una olla cuando se coloca en el fogón de piedras, así como el hollín que la va coloreando, pero también las marcas que indican una posesión: la olla Imusa de seis litros marcada con el nombre del comandante del frente, “Martín Caballero”; una taza de aluminio con el apellido “Rentería”; un peine con el nombre “Reinel”; un sostén bordado con el nombre “Adela”: Rentería, Reinel y Adela, combatientes que no solo apretaron el gatillo, colocaron minas o reclutaron niños —ellos, tal vez, también reclutados en su infancia—, sino que también se cepillaban los dientes, tomaban café en la mañana, escuchaban música y cantaban, como se evidencia en uno de los hallazgos registrados en la serie, un casete con la inscripción “Te amo” en una de sus caras. Esas cosas halladas en medio de la hojarasca dicen algo sobre sus propietarios y aquello que dicen permite comprenderlos más allá de la lógica del antagonismo y de la relación amigo-enemigo:

Esta obra contribuye con la remoción de estereotipos sociales, ayuda a percibir la humanidad de los delincuentes, de las víctimas, de los responsables. Incluye la arqueología de la cultura material superando el enfoque exclusivamente militar (…) Aunque estas impecables fotografías no evidencian las motivaciones de la guerra, ni hacen apología a una ideología precisa, nos permiten transitar de los verbos “matar”, “secuestrar”, “torturar”, “reclutar menores”, a otros verbos como “bordar”, “caminar”, “comer”, “beber”, “moler maíz”. En ese tránsito lo que se descubre son seres humanos que nunca han dejado de serlo. 5

Yolanda Sierra, “¿de qué sierve una taza?” 

En otras palabras, el hallazgo de estas cosas en medio de la selva y lo que sus marcas atestiguan dan cuenta de lo común, de la humanidad presente en los usos de las cosas. De alguna manera es a partir de las cosas que la confraternidad se manifiesta, que la fiesta y la celebración y, por extensión, la risa, el goce, el baile y el banquete estuvieron allí, al menos como una promesa para el día después de la guerra:

Pero el objeto más sorprendente, el más inesperado, fue el vestido de una niña enterrado en la hojarasca. Al desenterrarlo, pensé que podía ser el vestido para una niña de unos 8 años. Un vestido bordado con flores ya descoloridas. Bordado con mariposas desteñidas, ¡era un vestido de fiesta para una princesa! Y esto en la cima de un campamento de las FARC en las Aromeras de los Montes de María, bombardeado por el ejército.6

Extracto del diario de viajes de Juan Manuel Echavarría; domingo, 30 de abril de 2017.

Con los casos reseñados se comprende el modo en el que Echavarría ha realizado su trabajo: caminar por los territorios del conflicto y dialogar con sus habitantes. Por la misma vía pueden mencionarse, aunque no nos ocupemos de ellos por cuestiones de espacio, Bocas de ceniza, Silencios y Réquiem NN, expuestos también en “Ríos y silencios”. La exposición logró poner en diálogo estos trabajos, hacer visibles sus relaciones. Es necesario interpretar exposiciones y trabajos como estos situándonos históricamente, pensándonos desde nuestro contexto. En el escenario del postconflicto es indispensable reconocer las zonas grises, esas zonas donde las nociones antagónicas de víctimas y victimarios resultan borrosas. Una de las potencialidades del arte en contextos de violencia tiene que ver con la posibilidad de esta reconciliación por medio de lo simbólico, la posibilidad de construir relatos e imágenes que superen el odio vindicativo y la rabia retaliatoria,7 es decir, obras que quiebren con la repetición de los odios heredados y la reivindicación de la venganza. En el trabajo de Echavarría irrumpen distintas voces, tanto de víctimas como de perpetradores, pero el tratamiento de estas voces no se hace de manera diferencial. Hay una igualdad en cuanto a la posibilidad de producir sentido mediante las imágenes, los relatos, la escucha pública del habla en la que los testimonios, provenientes de distintos caminos, son igualmente legítimos. Por esa vía, asumida por Juan Manuel Echavarría, parecen vislumbrase algunas posibilidades del arte en contextos de violencia extrema.

Bibliografia

Echavarría, Juan Manuel. 2018. Woks. Barcelona: RM Verlag.

Malagón, María Margarita. 2010. Arte como presencia indéxica. La obra de tres artistas colombianos en tiempos de violencia: Beatriz González, Oscar Muñoz y Doris Salcedo en la década de los noventa. Bogotá: Universidad de Los Andes.

Nanteuil, Matthieu de. 2012. “Arte y violencias de masa. Entrevista con Juan Manuel Echavarría”, Centre de rechereches interdisciplinaires. Démocratie, Institutions, Subjetivé, disponible en: https://www.uclouvain.be/cps/ucl/doc/grial/documents/ColPaz_-_Entrevista_Juan-Manuel_ECHAVARRIA.ESP.VDEF.pdf (20.07.18)

Orozco, Iván. 2003. La postguerra en Colombia. Divagaciones sobre la venganza, la justicia y la reconciliación. Inidiana: University of Notre Dame Press/Kellogg Institute, Working Paper #306: https://www3.nd.edu/~-kellogg/publications/workingpapers/WPS/306.pdf(20.07.18)

  1. Malagón, María Margarita. Arte como presencia indéxica. La obra de tres artistas colombianos en tiempos de violencia: Beatriz González, Oscar Muñoz y Doris Salcedo en la década de los noventa. Bogotá: Universidad de los Andes, 2010. ↩︎
  2. Echavarría en Matthieu de Nanteuil, “Arte y violencias de masa. Entrevista con Juan Manuel Echavarría”. Centre de rechereches interdisciplinaires. Démocratie, Institutions, Subjetivé, disponible en: https://www.uclouvain.be/cps/ucl/doc/grial/documents/ColPaz_-_Entrevista_Juan-Manuel_ECHAVARRIA.ESP.VDEF.pdf (20.07.18) ↩︎
  3. Podría pensarse que esta salida del anonimato está propiciada por un ambiente de más confianza después del acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC, como lo ha expresado el propio Echavarría. Esto querría decir que “La guerra que no hemos visto” y sus transformaciones se enmarcan en dos experiencias de justicia transicional en Colombia: la Ley de Justicia y Paz (2005), que permitió el acercamiento de Echavarría con los excombatientes, y el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera (2016), que posibilitó la salida del anonimato, indicar los lugares precisos de los sucesos representados en las pinturas, incluyendo a víctimas y perpetradores, así como que algunos de los participantes pudieran mostrar su rostro públicamente mediante su trabajo de guías de la exposición. ↩︎
  4. “El título de esta serie viene de un grabado de Francisco de Goya en Los desastres de la guerra (1810-1820). Reúne vestigios de 18 campamentos de los Montes de María (departamentos de Sucre y Bolívar) a los que llegué con Fernando Grisalez. Los campamentos fueron de las FARC-EP, la mayoría de ellos bombardeados por el ejército. Nuestros guías habían peleado en la guerra y conocían su ubicación (…) El proyecto continúa.” (Echavarría 2018, 168) ↩︎
  5. “¿De qué sirve una taza?”, conferencia de Yolanda Sierra. Bogotá, Museo de Arte Moderno de Bogotá, enero 20 de 2018. ↩︎
  6. Extracto del diario de viajes de Juan Manuel Echavarría; domingo, 30 de abril de 2017. ↩︎
  7. Uno de los retos de la justicia transicional tiene que ver con este aspecto: “No es fácil cuantificar el odio. No es fácil saber cuántos son los que odian, ni cuál es la intensidad de su odio, ni de qué manera se retroalimentan el odio y la guerra. Asumo, sin embargo, y en general, que mientras mayor sea el número de víctimas dejado por la guerra, y mientras mayor sea la injusticia asociada a los procesos de victimización, mayor será el acumulado de odio en la sociedad. Asumo igualmente que las guerras irregulares (…) producen más odio y ofrecen mejores condiciones para la proliferación de vengadores y de retaliaciones que las guerras regladas. En ese sentido, la guerra colombiana, sobre todo en cuanto a confrontación no reglada y altamente degradada entre guerrillas y paramiliatres, constituye un espacio ampliamente habitado, si no gobernado, por el odio vindicativo y la rabia retaliatoria” (Orozco 2003, 9). ↩︎